Siempre me han gustado las historias distópicas de supervivencia. Eso de ahondar en la humanidad y a la vez en todo lo contrario construyendo un marco que encapsula y reflexiona tan bien sobre nuestro presente me da siempre ese tipo de envidia que te dan las cosas que te gustaría lograr hacer a ti. No me refiero a sobrevivir en una ciudad mordida por mutantes (la palmo de las primeras fijo), sino a lo de ser capaz de dibujar esos mundos. Pienso en esto mientras me doy rímel un martes a las ocho y media de la mañana porque tengo una entrevista de trabajo. Es la tercera del mismo proceso. He dormido fatal y no puedo evitar sentirme agotada. Pero no es nada nuevo. Me pregunto si esto también es sobrevivir.
Últimamente me llevo regulín con la palabra supervivencia y todas sus familiares. El sábado por la noche, en un balcón de un piso de Lavapiés abierto al desenfreno de los primeros latidos de la madrugada, una persona preciosa me preguntó que qué tal estaba y yo le dije algo así: Pues te diría que sobreviviendo, pero me doy cuenta de que llevo tiempo respondiendo así, y es algo que a veces me preocupa. Imagino que por eso esta palabra se me está empezando a atragantar. ¿Vivimos o sobrevivimos? No quiero ponerme excesivamente dramática, espero que entiendas lo que quiero decir, pero es cierto que es un interrogante que está demasiado presente en mis días a pesar de ser consciente de que nada es tan simple.
No soy la protagonista de ninguna historia distópica. Solo soy una persona que habita un relato más. Eso es todo, supongo.
Yo, me confieso, no solía pensar tanto en esto. Las condiciones materiales me sostenían y solo veía atisbos de lo que sería sobrevivir en un turno más agitado en mi antiguo trabajo, en los días de síndrome premenstrual, en los problemas cíclicos con mi familia. Sobrevivía en todas estas situaciones, claro, pero no me planteaba que lo estaba haciendo, que todas esos problemas me dejaban sin capacidad mental para aprovechar otras cosas, que esos días se alargaban. Y aún así era capaz de entenderlos en su temporalidad, como un destello de algo fugaz, porque mi vida no iba de eso.
Bastaron unos años de estar al borde de la no-supervivencia para cambiarlo todo. Un antiguo trabajo que me obligó a no vivir (casi a desvivir), que me enseñó que para continuar solo podía armarme el petate de madrugar y disociar durante todo el día. Que me impedía comer a mis horas y que me mantenía ocupada hasta la noche. Lo dejé porque esa no era manera de vivir. Pero ocurre que su estela y sus pesadillas siguen presentes hoy, y que no tengo ya tan claro si vivo o si mis caminos neuronales han cambiado y me han hecho más sensible a ver lo que sería vivir de verdad y que yo eso no lo hago tanto.
Anoche mismo soñé con él. Ahora, justo en esta época de mi vida, me siento sobrevivir. Creo que todas las que trabajamos estrictamente para sobrevivir (y ni eso) lo hacemos, aunque no lo pensemos.
Algo que me viene a la mente al leerte es si ahora pensamos más en esto porque estamos agotadas, porque no nos queda otra o porque seguimos aferrándonos con las uñas a esa supervivencia, clavándonosla bien en los dedos. O quizás ninguna de estas teorías tiene sentido. Me quedo dando vueltas en lo que cuentas de dejar un trabajo que te obligaba a desvivir (y lo sé y lo respaldo al 100%) y pienso si no estamos en una situación similar. ¿Lo estamos? Las dos hemos decidido, cada una a su manera, ladear un camino laboral que nos ahorraría problemas ahora (los económicos, los de espíritu al sentir que no encajamos en ningún sitio entre ignores y rechazos corporativistas) pero que sabemos que no nos hará felices. Tú porque lo has vivido; yo porque nunca fue mi primera opción. Ni siquiera la segunda, ya sabes.
Sin embargo, ¿todavía existe primera opción? No estoy segura; siento que me muevo en piloto automático porque en ocasiones si pulso el botón de frenar es posible que no pueda responderme a mí misma. Mis respuestas siempre chocan con el sistema, con las opciones realistas que se tuvieron que comer los sueños, con los engranajes que creo -y creer no es querer- que podría engrasar.
No quiero que esto suene banal. Espero que a estas alturas ya se haya comprendido un poco a qué tipo de supervivencia me refiero (porque hay muchas, incluidas las literales). Para mí es esa supervivencia de responder a un ¿Qué tal? con un Ahí voy, Aguantando, He estado peor, Ni bien ni mal, Muy cansada pero bueno, etc. La que me impide escribir por placer, la que hace que me cueste poner una lavadora, hacerme la comida, escuchar un audio de un minuto o contestar un mail que puedo despachar en un par de líneas. Esa a la que nos agarramos cuando el espacio es tan estrecho que nos ahoga pero sigue siendo el espacio que estamos obligadas a habitar. Si extendemos los brazos tocaremos las paredes a la vez pero no podemos hacer otra cosa que ponernos en pie.
No creo que suenes banal. Creo que de lo que hablamos es estrictamente supervivencia en el capitalismo, la de vivir bajo la violencia sistémica y no poder hacer nada más que seguir su curso. Encontrarte en el ciclo de los días en los que te mides en base a la productividad es desquiciante, y hacemos estas mediciones no solo porque nuestras cabezas han sido remodeladas en base ya a ese concepto, si no porque lo contrario a la productividad capitalista sería el abismo para nosotras que no tenemos, por ejemplos, un sostén económico genealógico.
Encontrar otras personas en nuestra situación y compartir las historias, crear redes de apoyo, entendernos, adquirir conciencia de nuestra situación (esto es, entender que en este sistema apenas sobrevivimos) es lo que nos llevan diciendo años las activistas y yo realmente creo que es la única forma que tenemos de sobrevivir. Bueno, eso y tener cuidado con las quimeras de la felicidad laboral que esconden violencias.
Estas semanas a estas BICHAS les ha dejado huella…
Una imagen. Una frase. Un texto. Por partida doble, claro.
Este momento en Wandersong (Greg Lobanov, 2018) es una especie de refugio mental. Aunque el arte de este videojuego pueda hacer que parezca infantil o extremadamente cuqui, su guion encierra reflexiones ácidas y no siempre agradables pero que siempre apuntan hacia lo comunitario como fuente de esperanza. Recordarlo me hace sentir menos sola.
(*Traducción: “Tenemos que romper las normas.”)
Esta ilustración del artista chileno @mariconpatascontierra me remueve porque las conversaciones difíciles a veces traen culpas, cuando deberían traer agradecimientos (todo a una misma, no de fuera). No podemos olvidarnos de que hablar es, muchas veces, lo único que tenemos y es valiosísimo.
«Quería darle una hostia y que me la devolviera multiplicada por tres. Quería que me abrazase despacio y me dijera cosas al oído que no entendiese, como si me quisiera de verdad». Esto pertenece a La mala costumbre, de Alana S. Portero, un libro doloroso e injusto escrito con una sensibilidad arrolladora en la que la autora nos habla de sus experiencias y de su mala costumbre de llorar a solas. No sé si me voy a recuperar de haberlo terminado.
«Dicen que sentir mucho es riesgoso, solo que estar a salvo no es vivir. Estar a salvo es estar muerto». Parece que voy a estar sacando frases de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Mónica Ojeda) durante mucho tiempo, porque es un libro que tengo doblado, marcado y ya roto de tanto leer. Esta frase nos da un tercer lugar entre vivir y sobrevivir no muy esperanzador.
Estas dos semanas no he leído mucho más que el libro que ya he mencionado y Disco Elysium. Tampoco he pinchado en muchos enlaces porque verdaderamente la realidad me ha estado dando un poco de ansiedad. Así que aprovecho y os dejo el enlace a una playlist que un lector nos hizo (gracias, Fer) con las canciones que vamos nombrando en estos intercambios.
Patricia Vilches (@p4triciavlm en Twitter) ha vuelto a publicar en su página de Medium, esta vez un texto llamado Me queda poco pa llegar, un texto que habla de las políticas y espacios del transporte público en clave personal, pero que nos apela mucho a las que lo utilizamos por amor «Que el entorno genera cosas en ti, sí, pero tú también respecto a él, amoldándolo a cómo vives esos lugares, aprendiéndolos cada vez más. Extenderse más allá de una para fundirse en una colectividad laxa.»
Tristemente, me veo reflejado en vuestras palabras, no solo por lo que hemos hablado sino por todo lo que me guardo hasta que una incisión inesperada agrieta las rutinas de mi supervivencia y por esa rotura escapa todo. A presión. La jornada partida, la ausencia de tiempo real que dedicar a las cosas que me ilusionan, la falta de energía para buscar esas ilusiones que terminan por convertirse en tareas, la duda entre cuánto aguantaré en este curro cada día más estúpido y si estoy dispuesto a renunciar a este dinero. Todo en pendiente, pospuesto, ya leeré esto cuando tenga tiempo, ya haré esto cuando me vaya de casa, ya nos veremos. Darle largas a la vida es supervivencia, porque mirarla de frente es combatir y no todos estamos preparados para eso. No tendría que ser todo una batalla. Por suerte, estoy rodeado de personas que me quieren a pesar de las distancias, de llegar tarde, porque en el fondo estamos todas igual. El amor nos salva, siempre.
Últimamente me cuesta mucho escuchar música, pero siempre me entra fácil el BBO de Hoke (un disco que es casi un speedrun, capaz de hacer mucho con muy poco, que alterna energía y estrés con pausas para tomar aliento), y no puedo evitar pensar en la canción "Automático", cuando dice eso de "necesito tiempo, dámelo en metálico". Dejo mi pequeño aporte musical y os recuerdo cuánto os quiero y cuánto me gusta leeros. Siempre os siento cerca, pero así más todavía.
Cuando todo falla, ahí están las Bich(ot)as.