Cuando era pequeña, pensaba que después de la muerte no habría nada. Recuerdo perfectamente cómo, con cierta frecuencia, me tropezaba con este pensamiento y concluía: «Cuando todo se acabe, ni siquiera podré pensar ‘Ya está’, porque ya se habrá acabado». No me explico por qué pensaba algo así (en mi entorno no había nada que me influenciara en este sentido) y ahora mi relación con la muerte, después de todas las experiencias acumuladas y de los puntos extra que te da la ansiedad, es por desgracia mucho menos racional.
Creí durante muy poco tiempo en lo que se supone que una persona nacida a principios de los noventa debe creer. Bautizadas y comulgadas a veces como rito social que replicar, yo también asistí a clases de religión en el colegio hasta que mi profesora dijo un día (muy enfadada; otro recuerdo de esos que se graban) que dos hombres o dos mujeres no podían casarse porque era contra natura. Ese día yo también me cabreé, dejé de creer en las clases de religión y le pedí a mis padres ir a lo que por aquel entonces todas conocíamos como “Alternativa” (gracias, Puri, por hacer tu labor al revés). Tampoco ayuda haber convivido con los efectos de lo que las llamadas religiones modernas que beben del coaching barato y del pasar por caja mientras lo adornan todo de creencias orientales milenarias, las sectas de toda la vida, pueden provocar en las personas que buscan llenar un vacío. Y convivir con algo así, os lo prometo, no es para nada agradable.
A pesar de ello, reflexiono mucho sobre la fe y la necesidad (o no) de tenerla. Entendida como un concepto amplio, pero siempre salpicada por las estructuras del catolicismo con las que he crecido (por suerte para mí, nunca de una manera estricta y siempre asistiendo a centros de enseñanza pública). Hasta hace nada, siempre decía: «No me cago en dios por respeto a mi madre». Esto ha cambiado hace poco y es en parte por tu culpa, bicha (lo siento, mamá, sé que no te gusta). Mis padres me educaron siempre en el respeto, y sigo respetando y a veces asistiendo con fascinación a las personificaciones de la fe y las creencias. Hay muchas cosas que me escaldan del dogmatismo (prácticamente todas), pero a la vez pienso en mi tía, azotada por la muerte injusta y prematura de su marido y de su hija, y en cómo creer en esos dogmas, tener esas creencias, la ayudaron y la siguen ayudando.
¿Se puede separar la fe de las creencias religiosas? ¿Es necesario creer en algo para seguir adelante?
Creo que creer es humano. Creo también que hace años que yo desligué tener creencias de la religión y cambié mi entendimiento del concepto a algo quizás más humanista, o quizás bastante más simple. Yo creo en muchas cosas, entre ellas en mis amigas, en que hay algo que hace que siempre me dé golpes en las rodillas (igual que mi madre, que ahora las tiene destrozadas), en que en la vida nada bueno ni malo dura tanto, que todo se sostiene por una especie de equilibrio natural, creo en el poder que tenemos de dar sentido y ver patrones (y en el peligro de sobre-utilizar este poder) y creo en que todas las creencias ajenas son, de alguna forma, verdaderas para esa persona si las cree lo suficiente.
Me hizo click esta última idea cuando trabajaba en un café en Londres. Una noche, estaba sirviendo a una pareja con la que conecté en esa breve interacción humana, como me pasaba bastante a menudo (algo en ellos hizo que me gustaran, algo en mí hizo que yo les gustara a ellos). Acabamos charlando bastante porque no había mucha faena, y en algún momento la mujer me bendijo allí en medio, un ritual pequeñín, en un establecimiento cualquiera; como si fuera magia me cogió de las manos y pronunció unas palabritas de algún rezo cristiano. De mi abuela aprendí que la religión es una excusa para que algunas personas malas hagan cosas malas a escondidas, pero en ese momento no me planteé la religión católica en su conjunto sino algo más insignificante: la bondad de esa mujer compartiendo algo tan importante para ella, el convencimiento absoluto de la eficacia de sus palabras. No creo estar bendita de una forma sobrenatural, pero fue realmente una bendición.
Me habías contado ya ese momento que relatas y sin embargo ha vuelto a sobrecogerme. Me gusta el cambio de enfoque, me gusta leerte y darme cuenta de que las creencias pueden ir mucho más allá. Yo también creo en mis amigas (cómo no hacerlo), en las personas que hacen que me reconcilie con la humanidad, en los momentos de paz íntima, en el poder de la creación para hacernos sentir y reflexionar y, a bizqueos y diciéndolo con algo de timidez, me gustan también las ráfagas en las que consigo creer en mí misma.
También creo que es necesario creer en algo para seguir adelante. En los momentos en los que me he sentido en la total oscuridad, si ha aparecido una mota de luz es porque he sido capaz de volver a sentir en mi cuerpo que existía algo más allá, aunque no pudiera verlo. ¿No es acaso eso creer? A veces es algo que podría parecer liviano: un verso, una canción, una escena de una película, un momento escrutado a desconocidas por la calle. Otras es el plato fuerte: reunirme con personas que me calientan el corazón. No me quiero poner intensa ni parecer que la que se ha unido a una secta soy yo (jamás), pero supongo que eso me pasa por seguir creyendo en el amor (no siempre resulta fácil).
Es que de alguna forma, respondiendo a tu pregunta de si se puede separar la fe de las creencias religiosas, creo que la fe en nuestros tiempos ateos/agnósticos la percibimos más como esperanza. En ese sentido yo creo que las dos estamos llenas de fe, que siempre buscamos, como dices, las motas de luz en los horizontes aun oscuros. Me parece siempre importante mantener y preservar esa fe: en nosotras, en nuestras decisiones, en nuestras amigas y en que todo pasa. Como bien has puesto en el subtítulo: en el nombre de nosotras, amén.
Estas semanas a estas BICHAS les ha dejado huella…
Una imagen. Una frase. Un texto. Por partida doble, claro.
No sé si es bueno o malo, pero esto es lo que me está dejando huella esta(s) semana(s). Aprovecho para pedir perdón a todas las que me estáis sufriendo en modo monotema. Y por no poder ofrecer algo más ingenioso, o bonito, o interesante.
Me encantan las casas que se sienten habitadas, con cosas por todos lados, quizás porque precisamente estamos acostumbradas a vivir en pisos de alquiler en los que todo es temporal. Esta es de la familia de nuestro amigo Mateo, una de esas casas que te cuentan mil historias de las personas que la habitan y que me enamoró enseguida.
«No sé si es Dios quien me guía / Pero algo me guía, me guía, me guía…» Cruz Cafuné es alguien que habla a menudo de la fe, quizás no de la manera esperada. Cuando escucho esta canción, Deporvidas, esta frase siempre me atrapa (me pasó justo ayer). Vuelvo a escucharla solo por volver a este punto.
Que se manifieste la persona a la que robé sin ningún tipo de vergüenza este textito, que ahora ni sé de dónde es ni puedo citar la fuente. Si no se manifiesta, disfrutadlo igual, y gracias a la donación anónima.
Comparto esta imagen y este texto con algo de reparo porque, aunque me gustaría que no lo fuera, es un rotundo sísoy. Enrique Aparicio firma El odio a mi cuerpo fue mi Ozempic, un texto doloroso, honesto y necesario. Toca muchas teclas importantes y a mí me ha conectado con una creencia con la que llevo toda la vida: la de que mi cuerpo no está bien, que debería ser mejor, que siempre debería ser distinto. Pero bueno, working on it (trabajando en ello).
No hemos hecho esto nunca, pero traía precisamente este texto de Enrique Aparicio también y me parece lo suficientemente importante como para no eclipsarlo. Enrique tiene un discurso que me conmueve por su cercanía a los míos (creció en un pueblo pequeño de Albacete, donde la diferencia nunca pasaba desapercibida) y, en este caso, también por ese momento a los veinte años en el que nos hicieron creer que para entrar en el mundo de los adultos debíamos estar delgadas.
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Creo en la supremacía de Bichas y soy una fiel adecta a su secta.
Me uní hace poco y solo he leído los más recientes, pero este es uno de los que más me ha gustado y resonado. ¡Bravo!