Un 29 de febrero firmé mi primer contrato laboral de 40 horas. La fecha hace fácil que lo recuerde. Acababa de cumplir 24 años y mi idea para el futuro se centraba en una palabra: sobrevivir. Pagar el alquiler. Dejar de ser una carga económica. Suplantar el sostén que hasta entonces me habían dado las becas. No acabar el mes con 0€ en la cuenta. Ya sabéis, todas esas mierdas a las que nos vemos empujadas con urgencia si no hemos heredado un piso o no nos ha visto nadie doblando camisetas en una tienda de ropa en Londres porque nuestro padre es el dueño de un imperio financiero turbio y gigantesco que se pasa los derechos laborales por el forro pero en navidad da unos aguinaldos que son la hostia.
Es lo que tienen los comienzos: piensas que son solo eso, un inicio, y que luego todo irá evolucionando. Desde ese 29 de febrero a este ha habido evolución y han sucedido cambios (muchísimos) pero hay algo que permanece inmutable y que por aquel entonces esa chica no habría creído si se lo cuentan tal cual: el concepto de supervivencia jamás ha abandonado mis estructuras mentales. No solo comencé a trabajar a jornada completa después de años de contratos temporales y parciales, también inicié mi relación más tóxica hasta la fecha: la que mantengo con el trabajo asalariado como concepto. Las oficinas pueden sacar lo peor de nosotras, pero también pueden moldearnos de una forma poco grata para otorgarnos una clave que va a capitanear nuestra vida: qué es lo que no queremos. Eso sí, sobre lo que sí queremos y que sea compatible con el sistema que habitamos, ni putísima idea.
Últimamente no estoy descansando muy bien. El viento chilla por las noches y hace crujir todas las estructuras, y creo que esa fragilidad me da miedo. Hay algo en esto de que el clima condicione nuestras vidas que se me suele olvidar, quizás por ser una idea muy antigua esa de calcular las cosechas, de saber cuándo sembrar y mirar al sol para saber el inicio del invierno. También puede ser que lo quiera olvidar por ser a la vez muy moderna esta percepción de los cambios que persistirán por la crisis climática. De cualquier modo, a veces abro los mapas del tiempo para observar las líneas del viento y me pregunto de dónde vendrán, dónde se originan: el otro día pregunté en voz alta dónde acaban esas ráfagas y me sentí un poco estúpida.
Quizás sea un recurso un poco vago —en ambos sentidos— aludir a la meteorología para comunicar que me cuesta percibir los inicios. Los abrazo y los sufro, y los comparo con los finales, tan presentes, tan brillantes. Un bebé nace en alguna parte y me cuesta entender el momento exacto en el que vio la luz por primera vez. Me cuesta ver y verme la primera vez que vi a una persona que sería importante para mí en el futuro. Tú atas a esa —esta— fecha exacta el principio del hilo de tu hartazgo particular que es también generacional: yo soy incapaz de saber cuándo empezó.
Quiero anudar aquí un ejercicio de mindfulness que me enganche a este principio: tengo la regla, voy escribiendo esto en un coche, me siento feliz de compartir este proyecto contigo. Un bebé ha nacido en alguna parte y está viendo a sus padres por primera vez.
Es curioso que aludas al viento porque hoy aquí hace tantísimo que su sonido da miedo y el frío se me cuela por las ventanas mal aisladas. Leerte me calma y me ayuda a pensar sobre otros comienzos, desde lugares distintos. Pienso en que hace 17 años abrí un blog en el que todavía me desahogo como si pudiera encontrar allí un consuelo distinto. Pienso en una canción que he escuchado hoy varias veces y que habla de una falsa tierra prometida. “Tengo un abismo delante / Que no me deja correr hacia ninguna parte”, empieza. Me hace pensar en la necesidad que me empuja desde la tripa de un nuevo comienzo y en el cansancio y el bloqueo que siento asociados a esa tarea. Pienso en los besos que creemos comienzos sin que lleguen a serlo nunca.
Y entonces me asalta la certeza de que hoy la vida de una de las personas más importantes de mi vida ha cambiado para siempre y ha llegado un nuevo comienzo en forma de dos ojos oscuros y rasgados y un gorrito minúsculo en el que pone: Hello, I’m new here. Cómo tiene que ser traer un comienzo al planeta desde la fuerza del amor y las entrañas.
No sé dónde acabarán estos párrafos pero sí sé que quiero que se nos vea a nosotras, que no sintamos presiones, que no queramos cumplir las expectativas de nadie que no seamos tú y yo. Una parte de mí teme que no resulte interesante, que alguien diga: Esto es una mierda, para esto mejor leo tuiter. Pero me freno y te imito en querer registrar este momento: estoy sentada con las piernas en posición del loto (como siempre), llevo mi sudadera vieja y enorme y favorita que solo ven aquellas que no me importa que sean testigos de mis peores momentos, sé que voy a seguir aprendiendo mucho de ti.
Leyéndote estoy de acuerdo en que hay certezas en los comienzos para quien las pueda ver, lo que tanto nos cuesta a las crónicamente cansadas y sobre-pensadoras. Quizás empezar sea cubrir la distancia entre nuestras personas desdobladas: la que mira ciega al futuro y la que devuelve la mirada, amnésica. Quizás sea solamente como tirarse a una piscina y tengo que dejarme de metáforas sobrecargadas.
Me reconozco en los bloqueos, pero creo que los podemos saltar juntas. Me gusta este formato que nos planteamos aquí porque el principio de una depende de la otra, como si fuéramos conexiones neuronales que se dan la manita desde lo que parece una distancia insalvable. Quizás empezar solo sea eso: darse la manita.
Esta semana a estas BICHAS les ha dejado huella…
Una imagen. Una frase. Un texto. Por partida doble, claro.
Esta escena de Begin Again (John Carney, 2013) encapsula la fuerza que la música puede llegar a tener mientras suena en nuestros oídos y observamos a las personas. La escena completa aquí.
No queda nadie en el mundo que no haya visto Fleabag (Phoebe Waller-Bridge, 2019), ¿verdad? Este plano, esa cara de nuestro nameless-priest, esa sensación de ser vista por el personaje más atractivo jamás creado. El terror de sentirte una voyeur en una relación ajena. La magia de la televisión aquí.
“No nos falta nada”. Esta frase me la dijo una amiga con la que hablo mucho de los huecos que nos hacen sentir las personas y nos hacen saltar las alarmas por si somos nosotras a las que nos falta algo, y todo empezó con esta canción.
“glory for a woman is the dazzling mourning of happiness”. Llevo un tiempo con la novela Les Années de Annie Ernaux, una especie de autobiografía colectiva. Comienza con lo que a mí me gustaría que fuera el bloc de notas de mi móvil: una colección de ideas lucidísimas y recuerdos encapsulados. Entre ellas esta frase, mitad denuncia de la condena a la tragedia, mitad oxímoron revelador.
«¿Con qué rompes cuando rompes con tu pareja?», un texto de Andrea Momoitio en el que pienso a menudo porque, aunque me parece que retrata ciertas realidades para mí muy lejanas, me enseñó que hay algunos finales que no tienen por qué ir seguidos de otro comienzo. Y no pasa nada.
Este texto de Leonor Cervantes Vargas, «Lo tengo todo bajo control», me parece uno de esos textos especiales que dice muchas cosas muy personales y con el que aun así es casi imposible estar en desacuerdo. Sobre síndrome de la impostora, incertidumbres y otros horrores que nos bloquean el paso.
Os leo dirección Madrid, en un tren, frente a una pareja heterosexual que no para de besarse cada dos por tres. Es incómodo porque ni la mesita que suele haber en estos asientos de cuatro que se miran unos a otros está desplegada, delimitando una separación. Siento que estamos en un mismo espacio, donde ellxs se colman de caricias y besos y vosotras me acariciáis a mí el corazón.
Él tiene un libro en la mano. He llegado a leer parcialmente el título: "Yogui Sutras..." y me pregunto si "sutra" significará "postura" y lo relaciono con el Kamasutra. Yo también tengo un libro. Dos de hecho. "El Año de Gracia" de Kim Ligget y "El Estrecho Sendero entre Deseos" de Patrick Rothfuss. El primero sin empezar y el segundo a nada de acabar.
No sé qué tiene la literatura y la ficción que nos abraza. Por eso quizá siempre llevo un libro en mi tote, para cuando necesito uno. Aún así no hay mejor literatura que leer a dos amigas dialogando, como las protagonistas de "Dónde estás mundo bello" de Sally Rooney.
Quizá el mundo bello es esto: no saber si algún día dejaré o no el piso donde nací porque mi familia por no tener, no lo tiene a su nombre. Quizá es observar a dos personas aparentemente enamoradas dándose cariño en un espacio de todxs pero a la vez de nadie. Quizá es sentiros tan cerca que con la simple lectura de vuestras palabras puedo emocionarme.
Quizá es eso y más, pero lo seguiremos averiguando.
Gracias, Bichas.
Qué bonito leeros compartir ideas, recuerdos y emociones, entre vosotras y con nosotres. En un tiempo de inmediatez, mensajes breves y ruido abrumador, es hermoso contar con espacios seguros en los que encontrarnos.