De vez en cuando, como buena cuñada, hago la broma de: «¿Es mejor pedir perdón o pedir permiso?». Sin ir más lejos, el fin de semana pasado lo dije delante de un lector muy bonito de esta newsletter con el que estuvimos. Lo hago un poco sin pensar y otro poco por opacar todos los resortes que me activa la palabra permiso. De la misma manera que diría que hago esa pregunta (que nos conecta a los millennial con cierto vídeo de un concurso de belleza allá por la época dorada de YouTube) porque soy imbécil, pero estaría oscureciendo la verdad que ahí detrás y, además, otro lector de estos lares me amenazaría con violencia (con razón).
¿De qué podemos hablar?, me has dicho cuando te he propuesto el tema. En realidad es una palabra amplia, polisémica y gris, muy gris a mi juicio. Es un poco esquiva y confusa, también. Nos puede remitir a la burocracia, a nuestra salud impidiéndonos ir a trabajar (¿cómo que estas generaciones nos quedamos en casa si tenemos fiebre o nos estamos cagando patas abajo? así va el mundo malditas absentistas) y también al consentimiento. Pero, además, a mí me enlaza con la relación conmigo misma, con el aprendizaje a base de buenos hostiones, ansiedad, dolores de cervicales y mucha terapia.
Con darme permiso. Darnos, si me lo permites. Con aprender a permitirnos tantas cosas que hemos ocultado y sepultado y pisoteado y escondido porque, en gran parte, las estructuras sociales nos dijeron que teníamos que hacerlo. Permitirnos descansar, permitirnos dejar un trabajo que nos destroza, permitirnos enfadarnos, permitirnos estar tristes, permitirnos estar disgustadas con alguien a quien queremos, permitirnos pedir ayuda, permitirnos no solucionar esto ahora, no tomar esa decisión ahora, permitirnos poner límites tochos que nuestra somatización pide a gritos. Los permisos que van hacia dentro y nos cambian la vida, aunque nunca sean fáciles y, al mismo tiempo, se sienten como si tuvieran que ser lo más básico y esencial que nos enseñan cuando crecemos.
Permiso es uno de estos conceptos muy tuyos, muy de importación de otros aspectos de la vida al mundo emocional. Es verdad que te pregunté por la esencia del tema cuando me lo dijiste, pero pronto me di cuenta de donde me iba a meter yo, y que rara vez estos temas son aleatorios cuando los propone la una o la otra (o imagino que deben parecerlos para las lectoras, pero a nosotras nos van acompañando en momentos de nuestra vida). Entendí qué es para ti darte permiso y entendí que yo también me doy permiso (aunque creo que hay temas en los que aun no ha llegado esta gran reforma).
Creo que llevo tanto tiempo intentando cambiar cosas de mí que ya no sé ni cuáles me parecen cambios lícitos y cuáles no, cuáles son imposiciones y cuáles necesidades y mucho menos cuáles no me permito mostrar o experimentar. Hay una de estas limitaciones que sí resuena conmigo sobre todo esta semana (tú has ayudado mucho con este tema), y es que no me permito cabrearme, porque no me siento tranquila con una reactividad que siempre se me ha descrito como monstruosa. Pero incluso cuando el enfado no tiene lugar donde ser reactivo intento esconderlo, aunque siempre se sale. Me pregunto cómo sería permitirlo siempre y cuando lo crea justo, dejarlo rondarme y seguirme al girar una esquina, y no sentir cómo me transforma en un monstruo del que no puedo huir.
Mis amigas llevan unos años diciéndome que me tienen que llevar por mi cumpleaños a un desguace para que me den un mazo y podamos destrozar (juntas) todo lo que pillemos. Así, a hostia limpia. Por desgracia es frecuente en las mujeres que, cuando comenzamos a trabajar en nosotras mismas, nos pasemos de frenada con expresar el enfado, porque siempre pensamos que estamos molestando. Recuerdo que en la época en la que pegaba durante dos horas a la semana a un saco de boxeo muchas personas, cuando tenía un mal día, me decían: Venga, pégale al saco imaginando que es esa persona, o ese problema, o lo que sea. Y ni siquiera entonces me salía, a excepción de un asunto con el que sí conseguía desahogarme así y que tenía que ver con la enfermedad de una de las personas más importantes de mi vida.
Trabajamos tanto la aceptación (que, ojo, está muy bien) que nos acaba costando aceptar nuestros enfados. Aceptar que queremos meter un grito, mandar esa persona a la mierda o encararnos con alguien que nos está haciendo daño (algo que sí acostumbraba a hacer en la adolescencia, creo que fliparías si me conoces entonces). Pero pensando en esto me doy cuenta de que los permisos también son algo que podamos prestarnos: yo te doy permiso para enfadarte delante de mí (aunque ojalá nunca conmigo) y te prometo que recogeré tus pedazos temblorosos y rabiosos siempre que quieras. Es curioso cómo algo que vemos monstruoso en nosotras mismas lo observamos totalmente lícito y natural en la otra.
No me imagino una situación en la que tu monstruosidad me repela. Me doy permiso ahora para decirte que aunque tú sientas que no puedes huir yo no quiero que huyas de nada que forma parte de ti, porque toda parte de ti me interesa, toda parte de ti viene de la persona que eres y por eso mismo yo las quiero a todas. Toda parte de ti, de nosotras, está ahí porque debe estar. Y porque (ahora es cuando nos tiro flores, mi parte favorita) trabajamos cada puto día queramos o no en nosotras.
He recordado a media hora de mandar esta Bichas que hace años, en 2016, escribí para una publicación online pequeñita de Londres. Mi primer texto iba sobre lo difícil que era para mí rechazar a alguien a la cara, sin inventarme excusas o darle vueltas y sentirme culpable. Era difícil hasta el punto de inventarme mi número de teléfono si algún señor claramente en la cima de su toxicidad me lo pedía sin casi conocerme. En uno de estos episodios, el señor en cuestión, que me abordó en un descanso del trabajo, me llamó en el momento, y no solo no me levanté y me fui, si no que le di mi teléfono correcto para luego bloquearlo (un aplauso). En mi artículo dije esto, que he traducido aquí:
Me he preguntado, después de estos episodios, si no me han convertido en una figura de cera de la disposición. Si bien tengo un carácter más o menos fuerte, eventualmente caigo en estas farsas de presencia agradable, de conformidad con ciertos temas. Y esto me ha llevado a sentirme como una espada de un solo filo, que podría cortar pero decide no hacerlo. Y me digo ‘cámbiate al otro lado, corta’. Y es en vano. Y no es en vano argumentar que la sociedad, la cultura o la historia quieren que seamos la “chica tranquila”, pero también quieren que seamos guantes, suaves al tacto, maternales y cariñosas. Tanto es así que la pura posibilidad de rechazar algo o a alguien me parece armada.
Creo que conocer a personas que habitan sus emociones y las aceptan y se permiten ser con naturalidad (como tú) me ha hecho sentirme más cómoda con todas estas emociones o acciones antes embotelladas y lanzadas al mar. Como tú dices podemos prestarnos los permisos y realmente tener un espacio, el que sea, para expresarnos libremente, ya hace que el resto de situaciones a las que nos tengamos que enfrentar vengan con un sello de aprobación (aunque también sea prestado).
Estas semanas a estas BICHAS les ha dejado huella…
Una imagen. Una frase. Un texto. Por partida doble, claro.
Un pedacito de una casa que habla de encuentros especiales y radiografías de nuestro pasado que traemos al presente compartidas de una manera distinta. Me encantan los rincones de las casas ajenas, sobre todo si tienen una luz tan bonita como esta.
El otro día hice un poco de turismo por el cementerio (esta es mi voz disociada) y vi algunos epitafios absolutamente locos y diversos. Este caligrama tan hardcore es bastante común (pero nunca lo había visto in-situ), aunque yo soy más de la escuela del señor que tenía «que me quiten lo bailao».
«y el grito es torrencial / y el trueno es hilo de voz» un trocito de Miradme aquí, de Gloria Fuertes, que me emociona especialmente porque la autora opone en muy pocas palabras lo insoportable de vivir en este mundo (esos gritos), su fuerte personalidad y su mundo interior (ese trueno) y la debilidad con la que exterioriza todo lo que siente (ese hilo de voz).
«Acéptate siendo exactamente de la forma que eres en este momento». En la aleatoriedad de los mensajes diarios de mi horóscopo a veces hay algunos que se sienten exactamente mágicos (no será la primera ni la última vez que tenga que dejar constancia de esto por aquí). Este me habla a mí en este momento justo y justamente también a este Bichas que estoy intentando escribir.
«La decepción es un sentimiento seco. Es tajante, es el tipo de efecto óptico que no puedes dejar de ver una vez te has percatado. Aparece como un jarro de agua fría y constata que no se vive en el mejor de los mundos posibles o, por lo menos, no en el que una pensaba estar habitando.» Una disección de la decepción llevada a cabo por Leonor Cervantes Vargas en Yo decepciono, tú decepcionas, él decepciona, nosotros decepcionamos.
El texto del que viene la cita de arriba es uno que siempre tengo guardado en el navegador, llamado Las mujeres más inteligentes que conozco disocian, escrito por Emmelin Clein. Un texto de absoluta referencia para entender tantas cosas de nosotras mismas a través de las ficciones que vemos o leemos. «Puede que no sea la persona más calmada del mundo, puede incluso que sea un poco histérica, pero estoy aquí.»
Sin palabras.