Despertarse lento es un privilegio. Anidarse en los sueños y remolonear en lo que sea que nos dibujaba el subconsciente en las horas previas al desvelo. Hacer cuentas de cómo se siente cada parte de nuestro cuerpo: empiezo por los pies, siempre por los pies, luego las piernas, y así sucesivamente hasta los ojos, que a veces son cabezones y prefieren permanecer cerrados unos minutos más. Es un privilegio mantener los ojos cerrados un ratito más, también.
Pero incluso antes de abrir los ojos, muchas veces de repente, de forma proustiana, empieza a dibujarse lo concreto más allá del cuerpo. Quién eres, qué haces con tu vida, qué cenaste ayer que aún sientes pesar en el estomago, qué cara debes tener, el día de la semana, la estación, el mes, los planes y trabajos que afrontar, los arrepentimientos, los problemas y más problemas, y más problemas que no vas a solucionar hoy, ni cualquier otro día por ahora. Alguna ilusión se cuela por ahí, depende del día. Y en mi caso, al menos, todo esto me acompaña los minutos de tránsito entre la cama y el sofá o el escritorio, el vacío de propósito y sentido entre levantarme y acabarme la taza de café. Solo con el café amanezco de verdad, es decir, estoy dispuesta, al menos en teoría, a afrontar las cosas.
Pocas veces uso la expresión amanecer para referirme a despertarme. Me he dado cuenta leyéndote de que solo lo hago cuando ejecuto (porque puedo, porque el trabajo asalariado me lo permite ese día) una de mis cosas favoritas en la vida: dormir sin despertador (y, por tanto, despertarme lento). Creo que tampoco pongo consciencia en el despertar de mi cuerpo, sino que despierto, amanezco, de golpe y pienso primero en lo poco descansada que me siento (siempre) y en el empuje rutinario que al final me hace salir de la cama: hacer café. Soy una de esas personas que disfruta de desayunar, a las que desayunar le ilusiona (¿pensar por la noche antes de dormir que al día siguiente vas a desayunar? fantasía) y supongo que, como tú, me sostengo en esos gestos para afrontar un nuevo día que puede que no me apetezca.
Asocio el amanecer a otros momentos. Sobre todo a volver a casa cuando ya es de día, a quién pretendo engañar. A esos ratos delante de la puerta del bar de turno, ya cerrado, en los que seguimos hablando mientras bebemos agua, comemos algo, nos quejamos del dolor de pies, nos reímos y nos armamos de paciencia para volver a casa a pata (el mundo está muy caro) o cruzamos los dedos para que podamos coger el bus. A compartir esos amaneceres con otras personas (igual de raveras) y sentirme a salvo, justo antes de llegar al fin a casa, mandar un mensaje avisando de que estoy viva, bajar la persiana y acurrucarme entre las sábanas cansada y debatiéndome entre la certeza de habérmelo pasado bien y la culpabilidad de haber vuelto cuando ya había amanecido, otra vez.
Ahora me despierto antes de que haya luz afuera. Arrastro mis pies hasta las zapatillas de persona funcional y veo cómo amanece desde el autobús. No hace que me sienta mejor, pero por ejemplo hoy, mientras cruzábamos uno de los puentes de mi ciudad, había un cielo precioso que enmarcaba el río y la catedral-basílica que tanto nos caracteriza.
Amanecer como despertar y amanecer como dormir tienen dos sentidos tan diferentes. Estamos obligadas a acostumbrarnos al primero en trabajos de persona de bien, o cuando vivimos en una ciudad con trayectos largos al trabajo. Yo también he vivido esos amaneceres en el bus o directamente en el trabajo, su significado truncado, la certeza de que pronto había que empezar el día mientras veía a los adolescentes correr a las clases. Los fines de semana como refugios donde, precisamente, no ver amanecer era una buena noticia. Los otros fines de semana, cuando no toda nuestra vida está tomada por el trabajo asalariado, donde ver amanecer es, también, una buena noticia. Amanecer es, en todo caso, empezar otra vez: a veces tenemos energía, a veces no.
Tal vez sea el momento de dejar caer la cortina (aunque, ¿estuvo subida alguna vez?) y revelar que hemos estado a punto de no escribir esta newsletter. De postergar Bichas quince días más, de dejar que el atardecer, que para algunos simbolistas era signo del fin del día y de la vida, nos ganara la partida esta vez. Me acuerdo que te dije: «Que esta mierda no me quite más cosas bonitas».
Escribimos sobre el concepto que da inicio al día como manera de exorcizar que muchos días no nos apetece levantarnos. Sin embargo vuelvo a usar la carta de la memoria y nos dibujo en el salón de nuestro amigo Juan, desayunando en la mesa con los rayos de sol de la mañana colándose por la ventana y Bilbo observándonos desde el sofá con sus ojos enmarcados en naranja gatuno. También pienso en las mañanas en las que la una se cuela en la cama de la otra, o despertamos juntas porque hemos compartido colchón. Un amanecer perezoso en una casa de un pueblo de Soria. Los ratos en bus contestando a tus mensajes. Los días contados en el calendario para volver a vernos.
No sé; hay semanas en las que el fuelle parece estar averiado. Pero me atrinchero en las cosas bonitas que no quiero que me sean arrebatadas, y una vez más me apoyo en ti y en este espacio para levantar una norma que nos imponga que los días seguirán mereciendo la pena si guardan la promesa de poder compartirlos. Seguimos celebrando los buenos amaneceres, los de las buenas noticias, tengamos energía o no.
Estas semanas a estas BICHAS les ha dejado huella…
Una imagen. Una frase. Un texto. Por partida doble, claro.
Esta iteración del meme de Tintín y el capitán Haddock es de Pau Badia (@nomdenoia) y probablemente, si tuviera que elegir solamente una, mi favorita. Hay días que amanecen y permanecen así, a veces, en mi caso, por el ciclo menstrual que me desorienta en todo lo que tiene que ver con lo concreto, a veces simplemente no son días para concretar.
Si sigo entrando a la red social del demonio es por tuits ocurrentes, agudos y escritos en minúsculas como este. Poco más que añadir. Todas hemos sido la amiga de miriam alguna vez. -Sí somos.
«ultimately, owning physical keepsakes in a society blindly accelerating towards a wholly digital universe is a tangible manifestation of our existence and the vibrant lives we lead.» (En última instancia, poseer recuerdos físicos en una sociedad que acelera ciegamente hacia un universo totalmente digital es una manifestación tangible de nuestra existencia y de las vidas vibrantes que llevamos.) Esto es parte de un ensayito publicado por @cozybao en Twitter sobre el coleccionismo y los pequeños mementos físicos que guardamos para no sucumbir completamente a la digitalización de nuestras vidas.
«El amor solo termina cuando podemos volver a nosotros. Sin miedo ni disgusto.» Una frase de un capítulo de la última temporada de La amiga estupenda (L'amica geniale, 2018-2024). Hoy me suena casi prerrenacentista, pero en su momento la apunté porque me resonó mucho. Aquí, al final y no siempre de manera directa, también hablamos mucho de rupturas y duelos.
«La sensación de inquietud del tiempo al pasar, la agitación interna de querer que la vida sea siempre más.» Este poema en prosa de Adrián Viéitez, 30,es una joya. Es como ver su vida en destellos á la Annie Ernaux. Una colección y un resumen desgajado de momentos. Una claridad suprema antes las cosas que le han pasado.
«La mayoría de nosotras no sabemos cuándo nos van a volver a subir el alquiler. (…) Mientras tanto, el contexto es un genocidio en directo, la extrema derecha abriéndose paso y una crisis climática cada vez más palpable. Podemos confrontar, podemos sobrevivir, pero sinceramente confiar, lo que es confiar, qué coño vamos a confiar. En qué.» En En defensa de la paranoia Elisa Coll nos lanza un interrogante: ¿es ansiedad o paranoia? ¿O son las dos? Lo dejo por aquí en este miércoles que, para mí, también es especialmente pesimista (pero que las sectas me dejen en paz, por dios).
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Tenemos una playlist donde vamos añadiendo todas las canciones que mencionamos. También las que colamos a lo somardas. Puedes marujearla aquí.
Menudo mérito. Por muchos más amaneceres a vuestro lado, Bichotas.
☀️🫂🏳️⚧️